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Historia de la Iglesia (58)
#1
"LA IGLESIA PEREGRINA"
Por Edmund Hamer Broadben

En ocasiones los discípulos eran llevados ante las cortes y condenados y sentenciados formalmente; pero a menudo eran exiliados por medio de una orden administrativa y por lo tanto no se requería acusación ni juicio alguno.

El destierro era un castigo demasiado cruel. Se ataban cadenas pesadas a los pies y las manos de los condenados. Las cadenas de los pies eran tan largas que el prisionero tenía que levantarlas y cargarlas en las manos para poder caminar. Los cientos y cientos de kilómetros hasta los lugares de destierro eran recorridos a pie durante los primeros años. Más tarde, muchos fueron enviados en vagones de tren, dentro de los cuales el aire y la luz sólo entraban a través de una pequeña y bien enrejada ventanilla. Si había recursos, las esposas y los hijos de los exiliados podían acompañarlos al exilio. Todos estaban a merced de los soldados violentos y brutales que encaminaban el espantoso tren de criminales mezclados con disidentes políticos y religiosos, y sumaban a su desgracia el cruel knout (un látigo usado para azotar) y todo capricho que se les antojara.

Las prisiones en el camino eran los lugares de parada. Allí se recogía a los grupos de personas hasta que se daba la orden de continuar la marcha, esperando a veces horas y en ocasiones meses. Estas prisiones estaban terriblemente atestadas; por las noches a menudo no había lugar para que todos se acostaran en el piso y se tenían que acostar unos encima de otros. No había servicios sanitarios ni duchas, mientras que los piojos y otros bichos que venían en tropel sobre los prisioneros, quienes a menudo estaban cubiertos de llagas, se sumaban a sus desgracias.

La comida era una porquería, y no existía refugio para ningún hombre, mujer o niño que quisiera protegerse de cualquier injusticia o ultraje que aquellos a su cargo quisiera imponerle. Entre los oficiales había uno que otro con un afecto humano, pero lograban poco en contra del sistema cruel del cual eran parte.

En los lugares distantes de su destierro, los exiliados subsistían como podían. No se les permitía abandonar la ciudad o el pueblo al que eran asignados. En ocasiones los desterrados no comprendían el idioma que se hablaba allí. Una gran cantidad de ellos moría sin llegar a su destino debido a las privaciones y el tratamiento cruel que recibían de camino.

Cuando el destierro no era de por vida se establecía un término de años, pero a menudo sucedía que cuando este había expirado y el cautivo esperaba la libertad, se le imponía un término adicional. Año tras año, en un sinnúmero de ciudades y pueblos rusos, se llevó a cabo este conflicto. Por un lado, siempre había una cantidad cada vez mayor de personas, de todas las clases sociales, quienes por medio de las Escrituras habían encontrado en Cristo su Salvador y Señor y se habían empeñado en seguirlo y en hacer de la Palabra de Dios su guía en todo. Por otra parte, todos los recursos y el poderío del vasto Imperio Ruso eran usados para imposibilitar esto, para obligar a estos cristianos a negar la fe y regresar a las formas muertas de religión y a las idolatrías de las cuales Cristo los había liberado. Todos estos poderes, tanto el imperial como el ortodoxo, sucumbieron ante la paciencia indómita y el celo ardiente de los santos.

Al mismo tiempo que estas persecuciones se llevaban a cabo, se favorecía la venta del Nuevo Testamento. Hubo ocasiones en que, por medio de la influencia personal en los más altos círculos, se obtuvo autorización para visitar las prisiones y distribuir el Libro. El Dr. Frederick W. Baedeker fue uno que se destacó como un hombre devoto e incansable en este servicio. Sin embargo, los que hicieron caso de los preceptos del Nuevo Testamento fueron tratados como criminales y sufrieron las consecuencias.

Entre los innumerables incidentes registrados, quizá unos pocos puedan dar una ligera impresión del panorama vivido en ese tiempo. En Polonia un joven asistió a unas reuniones donde escuchó la predicación del Evangelio y se convirtió a Cristo, dejando su vida pecaminosa y negligente. Este joven no pudo resistir contarles a los demás acerca de la salvación que había encontrado. Como resultado de esto, otros pecadores se volvieron a Dios. Con el tiempo, él formó parte de un grupo de catorce jóvenes que fueron exiliados a un lugar más allá de Irkutsk en Siberia. De estos, siete murieron de camino, los que quedaron fueron encarcelados tres años y medio y luego fueron puestos en libertad. Seis de estos últimos murieron muy pronto de tuberculosis que contrajeron en la cárcel. El único que quedó, habiendo perdido todo contacto con sus conocidos en Polonia (a pesar de haberse casado allí y haber dejado atrás a su esposa e hijo bebé) y no teniendo recursos para emprender el largo viaje de regreso, consiguió trabajo como herrero y se quedó en Siberia. Nunca dejó de testificar por Cristo y en el lugar donde él se encontraba se fundó una iglesia que creció y prosperó.

Una joven que vivía con sus padres, familia de granjeros pudientes, se convirtió y fue diligente al hablarles a sus amigos y vecinos acerca del Salvador. Ella fue sentenciada a un destierro de por vida en Siberia. A ella se le posibilitó viajar en tren. Cuando el vagón de los prisioneros en el que iba María llegó a la estación cerca de su casa, una gran multitud de parientes y simpatizantes se encontraba allí reunida. Ellos sólo lograron un vistazo de su rostro mientras ella lo apretaba contra los gruesos barrotes de la pequeña ventana, pero ella sí pudo verlos mejor. “Los amo” dijo, “Papá, Mamá, hermanos, hermanas, amigos, no los volveré a ver jamás, pero no piensen que estoy arrepentida de lo que he hecho. Me agrada sufrir por causa de mi Salvador que lo sufrió todo por mí.” El tren continuó su viaje, y no se volvió a escuchar nada más de ella, pero un muchacho que se encontraba en aquella multitud regresó a su casa llorando y al poco tiempo decidió seguir a Cristo. Él creció para convertirse en un predicador eficaz del Evangelio por medio de quien muchos fueron traídos a la obediencia de la fe.

Un campesino que vivía en un pueblo al norte de Omsk, donde los claros en el gran bosque de alerce y abedul plateado proporcionaban lugar para las siembras, fue llamado al servicio militar y tomó parte en la guerra japonesa. De un camarada, él obtuvo un Nuevo Testamento, y mediante la lectura del mismo se convirtió en un hombre nuevo. Sus hábitos anteriores de alcohol y perversidad fueron transformados en sensatez, honradez y paz al convertirse en cristiano. Cuando aquel campesino regresó a su pueblo natal el cambio era evidente, pero sus amigos se impresionaron menos por su conducta cambiada que por la aparente falta de religión que ahora veían en él, pues ya no participaba en las ceremonias de la Iglesia Ortodoxa ni mantenía los iconos o cuadros sagrados en su casa. Él se dedicó a la lectura de su Nuevo Testamento con un vecino que también aceptó a Cristo por fe y lo demostró en su vida transformada. Esto alarmó al sacerdote, y según su consejo el segundo campesino fue capturado y golpeado por su padre y hermanos hasta que lo dieron por muerto. Sin embargo, su esposa se lo llevó a rastras hasta su choza y lo cuidó hasta que recuperó la salud. Entre tanto, otros, al escuchar el contenido del Nuevo Testamento, decidieron seguir a Cristo, y los que creían en el Evangelio se reunían a cada oportunidad para la lectura del Libro.

A medida que fueron leyendo, se dieron cuenta de que era la práctica de los primeros discípulos bautizar a los creyentes, de manera que fueron hasta el Río Irtish el cual pasaba frente a su pueblo de chozas dispersas desordenadamente. Allí el ex soldado comenzó a bautizar, y él y los demás continuaron haciéndolo cada vez que fuera necesario.

A medida que leían, comprendieron que ellos eran una iglesia como se describe en las Escrituras. Los dones del Espíritu Santo eran evidentes entre ellos: había ancianos capacitados para dirigir, maestros, evangelistas; en fin, de algún modo cada uno era útil para la iglesia en su conjunto. Cada primer día de la semana se reunían y recordaban la muerte del Señor en la partición del pan, habiendo encontrado también esto al leer las Escrituras.

El sacerdote y sus simpatizantes tomaron cualquier medida que consideraran adecuada para frenar el movimiento. Las ventanas y puertas de las casas de los creyentes fueron rotas, ellos fueron golpeados, y sufrieron la pérdida de su ganado. Se les impuso toda clase de castigo, el cual ellos soportaron con paciencia y valentía, convirtiéndolo en un motivo constante de oración. Cuando cerca de la mitad de los habitantes del pueblo habían sido añadidos a la iglesia, semejante violencia no pudo continuar.

Para entonces el sacerdote había recurrido a la táctica de afirmar que la nueva religión sólo era la idea de un moujik o campesino ruso ignorante, y que ninguna persona inteligente creía en tales cosas.

Un día cuatro extraños se dirigieron a este pueblo lejano y se sorprendieron cuando su carruaje fue rodeado por personas que los llevaron a la casa, acosándolos de preguntas más rápido de lo que ellos podían contestarlas. Pronto se reunió todo el pueblo y cada uno de estos extraños, uno tras otro, declaró que había sido salvo por la gracia de Dios por medio de la fe en el Señor Jesucristo y que ahora su propósito era actuar en todas las cosas en obediencia a la Palabra de Dios. Esto fue motivo de gran regocijo entre los hermanos en el pueblo.

Si bien los hermanos no se habrían desanimado si estos visitantes hubieran dicho lo contrario, fue, sin embargo, una confirmación de su fe el darse cuenta de que ellos también eran hermanos, y muchos de los que aún dudaban confesaron a Cristo. Un suministro adicional de las Escrituras fue traído y mientras estos hermanos permanecieron allí el estudio de la Biblia fue la ocupación incansable de la iglesia casi de continuo, día y noche.

Cierto obrero del sur de Rusia era un colaborador fiel y diligente en la congregación de creyentes en el lugar donde vivía, y por eso tuvo que sufrir mucho. Una noche su choza fue rodeada por policías armados que irrumpieron en la vivienda y los maltrataron brutalmente a él, su esposa e hijos. Él fue arrestado y llevado. La esposa dio a luz un niño y murió; el niño también murió. Los cuatro niños quedaron huérfanos; la mayor era una niña de trece años. Ahora a ellos no les quedaba más que un propósito en la vida: el de encontrar a su padre y reunirse con él. Los niños se enteraron de que a su padre lo habían desterrado a Vladikavkas en el Cáucaso, y decidieron ir a buscarlo allí. Poco a poco cruzaron las extensas estepas, a veces ayudados por los hermanos y otras veces mendigando por el camino.
Al llegar a Vladikavkas, se enteraron de que a su padre lo habían enviado a Tiflis. Los creyentes de aquel lugar cuidaron de ellos y los alimentaron y luego los enviaron por el angosto camino montañoso que sube por el valle de Terek. Vieron el gran macizo de Kasbek y descendieron por las pendientes sureñas de las praderas del Cáucaso hasta Tiflis. Aquí ellos fueron bien recibidos por los hermanos —rusos, armenios y alemanes— pero les dijeron que a su padre justo lo habían enviado más lejos a un lugar remoto, entre los tártaros, cerca de la frontera persa. Ellos no pudieron seguir, pero al ver su angustia dos hermanos se comprometieron a llegar hasta donde estaba su padre, llevarle suministros y asegurarle de que sus hijos estaban en buenas manos. Ellos llegaron al pueblo justo después de la llegada del padre, sólo para enterarse de que él, habiendo llegado finalmente a su lugar de exilio, enfermo y quebrantado de corazón, había fallecido.

En 1893, se publicó un decreto que traía regulaciones aprobadas anteriormente por el Santo Sínodo que se había reunido bajo la presidencia de Pobiedonóstsef. Conforme al decreto, los hijos de los estundistas debían ser separados de sus padres y entregados a familiares que pertenecieran a la Iglesia Ortodoxa, o ser puestos bajo la responsabilidad del clero local. Los nombres de los miembros de esta secta debían darse a conocer al Ministro de Comunicaciones quien colocaría las listas en las oficinas y los talleres de los ferrocarriles a fin de que no se les diera ningún empleo allí. Cualquier patrón que tuviera a un estundista a su servicio estaría sujeto a una multa cuantiosa. A los estundistas se les prohibió tanto arrendar como comprar tierra. Se le prohibió a todos los “sectarios” mudarse de un lugar a otro. Fueron declarados legalmente incompetentes para efectuar transacciones bancarias o comerciales. El apartarse de la Iglesia Ortodoxa debía ser castigado con la pérdida de los derechos civiles y con el exilio, a lo menos con un año y medio en un reformatorio. Los predicadores y los autores de obras religiosas debían ser castigados con ocho y hasta dieciséis meses de cárcel, y en caso de repetir la ofensa, con una sentencia de treinta y dos a cuarenta y ocho meses en una fortaleza. De incurrir en la falta por tercera vez el castigo sería el exilio. Cualquiera que difundiera las doctrinas "herejes" o ayudara a los que lo hacían debía ser castigado con el destierro a Siberia, a Transcaucasia o a otros lugares distantes del Imperio.

Los bautistas, al ser un grupo organizado, a veces recibían cierta tolerancia no otorgada a los comúnmente llamados “cristianos evangélicos”, entre quienes cada congregación era una iglesia independiente. Estos últimos, al no tener ninguna cabeza o centro terrenal, no podían ser sometidos bajo la influencia del gobierno ni ser controlados ni siquiera en un menor grado como era el caso de la federación bautista.

Una presión creciente se ejercía sobre ellos para organizarse y nombrar algún representante con quien el gobierno pudiera negociar. Unos se rindieron a fin de obtener una tregua por parte del gobierno, pero otros se negaron a hacerlo sobre la base de que semejante rumbo los apartaría de su responsabilidad ante el Señor Jesucristo y de su necesidad de depender directamente de él.

(Continuará)
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