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Seguridad, certeza y gozo de la salvación
#1
El camino de la salvación

¿En cuál de estas tres clases está usted?

«¿En qué clase viaja usted?» He aquí una pregunta que a menudo se oye en las estaciones de ferrocarril. Permítame que le haga la misma pregunta porque, considerándolo bien, usted también está viajando de este mundo a la eternidad, y en cualquier momento puede llegar al final. Permítame, repito, que con el mayor interés le pregunte: «¿En qué clase va viajando?» No hay sino tres clases, y le explicaré cuáles son, para que se pruebe a conciencia, como si estuviera en la presencia de Aquel "a quien tenemos que dar cuenta" (Hebreos 4:13).

Podríamos decir que en primera clase viajan los que son salvos y saben que lo son. En segunda clase van los que no tienen la seguridad de su salvación, pero desean tenerla. Y en tercera clase viajan los que no son salvos, y que además son completamente indiferentes a tal cuestión.

De nuevo le pregunto: «¿En cuál de estas tres clases viaja usted?» ¡Ah, qué locura sería permanecer indiferente en lo que se refiere a la eternidad!

Hace poco viajaba en tren y vi a un hombre que venía a toda prisa; escasamente tuvo tiempo de sentarse en un vagón cuando ya el tren se puso en marcha.

—¡Cómo tuvo que correr para alcanzar este tren! —le dijo uno de los pasajeros.

—Es verdad, pero he ahorrado cuatro horas; así, pues, merecía la pena correr —respondió jadeante.

¿Está en peligro sin saberlo?

¡Cuatro horas ahorradas! Al oír estas palabras no pude menos que pensar: «Si ahorrar cuatro horas se considera tan importante, ¡cuánto más debería serlo cuando se trata de la eternidad!» Existen millones de hombres inteligentes y previsivos en cuanto a sus intereses en este mundo; pero cuando se trata de los intereses eternos, parece que fueran ciegos; para ellos esto es tiempo perdido. A pesar del infinito amor de Dios por los pecadores, amor manifestado en la cruz del Calvario; pese a la evidente brevedad de la vida del hombre; pese a la terrible probabilidad de encontrarse después de la muerte con el remordimiento insoportable al lado malo de aquella sima que separa a los salvados de los perdidos, pese a todo esto, millones de hombres corren indiferentes a su triste fin, como si no existiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo, ni infierno. Si usted es uno de ellos, ruego a Dios que tenga misericordia de usted, y que en este mismo momento le abra los ojos para que reconozca su peligrosa situación, al permanecer en la orilla resbalosa de una desdicha sin fin.

Créalo o no, su situación es sumamente crítica. No deje para otro día los asuntos de la eternidad. Dejarlo para después es un arma de Satanás para engañarlo y perder su alma. Haciendo así, él no sólo es «mentiroso», sino también un «homicida». Qué verdadero es el refrán que dice: «El camino de más tarde conduce a la ciudad de nunca». Le ruego, querido lector, que no siga su viaje por ese camino, pues está escrito: "En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación" (2 Corintios 6:2).

La incertidumbre viene de la incredulidad

Probablemente alguien diga: «Yo no soy indiferente al bienestar de mi alma; pero mi problema es la incertidumbre. Siguiendo el ejemplo, podría decir que estoy entre los viajeros de segunda clase».

Pues bien, tanto la indiferencia como la incertidumbre son hijas de una misma madre: la incredulidad. La indiferencia viene de la incredulidad respecto al pecado y a la ruina en que se halla el hombre después de su caída en el huerto del Edén; la incertidumbre viene de la incredulidad tocante al infalible remedio que Dios ofrece, esto es, la perfecta obra redentora de Jesús. Estas páginas van dirigidas especialmente a los que, como usted, desean tener la completa e inequívoca seguridad de su salvación. Comprendo su ansiedad; cuanto más esté preocupado por este tema de suma importancia, más infeliz será, hasta que tenga la seguridad de que realmente es salvo para siempre. "Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?" (Mateo 16:6).

Supongamos lo siguiente: El hijo único de un padre amoroso ha viajado a determinada ciudad, y llegan noticias de que dicha ciudad fue sacudida por un gran terremoto. ¿Quién sería capaz de describir la angustia que la incertidumbre produce en el corazón de aquel padre, hasta que pueda asegurarse, por testimonio veraz, de que su hijo está sano y salvo?

Supongamos este otro caso: Usted se halla muy lejos de su casa, en una noche oscura, borrascosa, y no conoce el camino. Llega a un sitio donde el camino se divide en dos; entonces le pregunta a un transeúnte cuál de los dos caminos conduce al pueblo al cual usted se dirige, y él le contesta:

—Creo que es ése; bueno, siguiéndolo, espero que usted llegue a aquella población. ¿Estaría usted satisfecho con una respuesta tan incierta? Seguro que no; necesita estar seguro de que aquél, y no el otro, es el camino que busca. De lo contrario, a cada paso que dé, aumentarán sus dudas. No debe sorprendernos, pues, que haya hombres que no pueden comer ni dormir tranquilos mientras el problema de la salvación de sus almas esté sin resolver.

Perder los bienes es mucho,
Perder la salud es aun más.
Perder el alma es pérdida tal,
Que no se recobra jamás.

Ahora bien, con la ayuda del Espíritu Santo deseo explicar claramente tres asuntos que, empleando el lenguaje de las Sagradas Escrituras, llamaré así:

1. El camino de la salvación (Hechos 16:17)
2. El conocimiento de la salvación (Lucas 1:77)
3. El gozo de la salvación (Salmo 51:12)

Cada una de estas tres cosas, aunque íntimamente relacionadas, tiene base propia, de modo que puede darse el caso de que una persona conozca el camino de la salvación sin tener la seguridad de ser salva. También puede suceder que una persona esté segura de su salvación y, a pesar de ello, no tenga un gozo constante que acompañe este conocimiento.

* * *

El camino de la salvación

El Antiguo Testamento abunda en figuras o ejemplos de cosas espirituales. Sirvámonos, pues, de una de estas figuras.

En Éxodo 13:13 leemos las siguientes palabras salidas de la boca de Dios: "Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos".

Ahora imaginemos una escena que pudo haber ocurrido en Israel hace más de tres mil años. Vemos a dos hombres hablar animadamente; uno es sacerdote de Dios, el otro es un israelita muy pobre. Acerquémonos y escuchemos lo que dicen. Pronto comprenderemos que el asunto es de importancia: se ocupan de un pollino que está junto a ellos.

—He venido a preguntar si se podría hacer una excepción compasiva a mi favor, sólo por esta vez. Este animal es el primogénito de un asna que tengo, y aunque sé lo que la ley pide en tales casos, espero que se le perdone la vida. Soy muy pobre y me vendría mal perder este pollino —dice el israelita.

Entonces el sacerdote le contesta con firmeza:

—La ley de Dios es clara y no admite dudas: "Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz". Trae, pues, el cordero.

—Pero, señor, ¡no tengo ni un cordero!

—Entonces, compra uno y vuelve, de lo contrario el asno tendrá que morir. Uno de los dos debe morir, si no el cordero, entonces el asno.

—¡Qué tristeza! Todas mis esperanzas se desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero —contesta el israelita.

Pero, durante el curso de esta conversación, una tercera persona se une a ellos y, después de escuchar el triste relato del hombre pobre, bondadosamente le dice:

—No te desanimes; yo puedo suplir tu necesidad. Tengo un cordero criado en nuestro hogar, no tiene mancha ni defecto alguno (1 Pedro 1:19); nunca se ha descarriado y en casa todos lo queremos mucho; voy por él.

Al poco tiempo regresa trayendo al cordero y lo ponen junto al borrico. Luego lo amarran, derraman su sangre y el fuego lo consume. El sacerdote se vuelve al israelita pobre y le dice:

—Llévate al asno; puedes estar tranquilo porque ya no habrá que degollarlo. El cordero ha muerto en lugar del asno. Por lo tanto, éste tiene derecho a ser libre, gracias a tu amigo generoso.

El amigo generoso y el cordero

Este es como un cuadro pintado por Dios mismo acerca de la salvación de un pecador. Por nuestros pecados su justicia exige la muerte, el justo castigo. La única alternativa es la muerte de un sustituto aprobado por Dios. El hombre jamás hubiese hallado lo que necesitaba para salir de su desesperada situación; pero Dios lo encontró en la persona de su Hijo. Él mismo proveyó el Cordero. Juan el Bautista, al fijar su mirada en Jesús, quien se acercaba a él, dijo a sus discípulos: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1:29).

Y en efecto, Jesús subió a la cruz del Calvario, "como cordero fue llevado al matadero" (Isaías 53:7); allí "padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18). "El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (Romanos 4:25). De modo que Dios no quita ni una tilde de sus justas y santas reclamaciones contra el pecado cuando justifica, es decir, cuando absuelve de toda culpa al pecador que cree en Jesús (Romanos 3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador, y por tal salvación!

"¿Crees tú en el Hijo de Dios?" (Juan 9:35). «Sí», contesta usted, «como pecador digno de ser castigado he encontrado en Cristo a Uno en quien puedo confiar con toda seguridad. Verdaderamente creo en él». Entonces Dios le atribuye todo el valor del sacrificio de Cristo en la cruz como si usted mismo hubiera sufrido la condenación merecida.

Ah, ¡qué salvación tan admirable! Es digna de Dios mismo. Con ella satisface los deseos de su corazón, da gloria a su amado Hijo y asegura la salvación a todo pecador que crea en él. ¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien ordenó que su propio Hijo llevara a cabo esta gran obra y recibiera por ella la alabanza, para que usted y yo, pobres criaturas culpables, no sólo alcanzáramos toda bendición al creer en él, sino que además gozáramos eternamente de la bienaventurada compañía de Aquel que nos ha bendecido! "Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre" (Salmo 34:3).

Pero tal vez usted pregunte: «¿Cómo es posible que no tenga la completa seguridad de mi salvación si ya no confío en mí mismo ni en mis obras, sino única y enteramente en Cristo y en el valor de su sacrificio? Si un día me da la impresión de que soy salvo, casi siempre al siguiente día me veo lleno de dudas y todas mis esperanzas son aniquiladas. Soy como un buque atacado por el oleaje que no sabe donde echar el ancla».

Pues bien, voy a explicarle en qué consiste su equivocación. ¿Ha visto alguna vez a algún marino que mande echar el ancla dentro del barco? Nunca, ¿verdad? El ancla siempre se echa fuera, y entonces el buque está seguro. Quizás usted esté convencido de que lo único que le da la salvación es la muerte de Cristo, pero imagina que sus sentimientos interiores son los que le dan la certidumbre.

* * *

El conocimiento de la salvación

Antes que lea usted en la Biblia el versículo que muestra cómo el creyente puede saber que tiene la vida eterna, voy a redactarlo del modo equivocado como algunos lo entienden en su imaginación. Helo aquí: «Estos gozosos sentimientos os he dado, a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sintáis que tenéis vida eterna».

Abra ahora la Biblia en 1 Juan 5:13 y compare este supuesto texto con el auténtico de la inmutable Palabra de Dios: "Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna". Que pueda decir como David: "Aborrezco a los hombres hipócritas; mas amo tu ley" (Salmo 119:113).

Dos casos opuestos

La Sagrada Escritura relata un acontecimiento que viene muy al caso para explicar cómo podemos estar seguros de la salvación, según el verso anteriormente citado: es la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto (Éxodo 12).

¿Cómo podían estar seguros de su salvación los primogénitos de Israel durante la terrible noche de la Pascua mientras Jehová había pronunciado la sentencia de muerte sobre los primogénitos de cada casa en Egipto? Ahora, imaginariamente trasladémonos a ese tiempo; visitemos dos casas de los israelitas y oigamos lo que allí se dice.

En una de ellas encontramos a los miembros de la familia temblando de miedo y llenos de dudas.

—¿Por qué están ustedes tan asustados y pálidos? —les preguntamos. El primogénito nos dice que el Ángel Heridor pasará por toda la tierra de Egipto, matando a los primogénitos y que, por lo tanto, no sabe qué será de él en tan terrible noche. Y agrega:

—Cuando el Heridor haya ido más allá de nuestra casa y la noche del castigo haya terminado, entonces sabré que he sido salvo. Pero mientras tanto, no puedo estar perfectamente seguro. Nuestros vecinos dicen que están seguros de ser salvos, pero creemos que son muy presumidos. Lo único que puedo hacer es dejar pasar esta larga y triste noche esperando que me vaya bien.

Entonces lo interpelamos nuevamente:

—¿Acaso el Dios de Israel no ha provisto un medio para dar seguridad a su pueblo?

—Claro que sí, y nosotros ya lo hemos puesto en práctica. Rociamos debidamente la sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto, sobre el dintel y los dos postes de la puerta de nuestra casa; pero a pesar de esto, no estamos seguros del todo de salir librados.

Dejemos a estas gentes atribuladas por la duda y entremos en la casa vecina. ¡Qué contraste se ofrece allí! La paz se refleja en todos los rostros. Los vemos listos para marchar, ceñidos sus vestidos, bastón en mano y comiendo de pie el cordero asado.

Entonces les preguntamos:

—¿Cuál es la causa de su alegría y tranquilidad en una noche tan sombría como ésta?

—Estamos aguardando de parte de Jehová las órdenes de partir; entonces daremos para siempre el último adiós al látigo del cruel capataz y a la dura esclavitud en Egipto.

—Pero, ¿olvidan que esta noche el Ángel de Dios recorre la tierra hiriendo a los primogénitos?

—No, no lo olvidamos, pero sabemos que nuestro primogénito está seguro. Rociamos la sangre del cordero conforme al mandato de nuestro Dios.

—En la casa vecina también lo hicieron, sin embargo, allí todos están tristes porque dudan de su seguridad.

—Pero, además de la sangre rociada, tenemos el testimonio que Dios mismo nos dio por medio de su Palabra inmutable. Dios dijo: "Veré la sangre y pasaré de vosotros" (Éxodo 12:13). Él está satisfecho con ver la sangre allí afuera, y nosotros descansamos seguros en su Palabra aquí adentro. La sangre rociada nos da la salvación. La palabra que Dios pronunció nos da la seguridad de ella.

¿Qué diferencia hay entre los dos casos?

Ahora bien, ¿cuál de estas dos familias le parece que estaba más salva? Tal vez diga que la segunda, cuyos miembros gozaban de la tranquilidad que les daba la confianza en Dios.

Pues, si así lo cree, está en un error. Ambas familias estaban igualmente a salvo; en ambas la salvación dependía de que Dios viera la sangre afuera, y no de los sentimientos de quienes vivían adentro. Y si usted también quiere estar seguro de su propia salvación, no escuche el testimonio fluctuante de sus emociones interiores, sino el testimonio infalible de la Palabra de Dios: "De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna" (Juan 6:47).

De las dudas a la certeza

A fin de aclarar este punto, me serviré de un ejemplo tomado de la vida diaria. Cierto ganadero, no teniendo suficientes pastos para su ganado, pide en arrendamiento un hermoso pastizal próximo a su finca. Pasa algún tiempo sin recibir contestación del propietario. Entre tanto, un vecino suyo lo visita y procura animarlo, diciendo:

—Estoy seguro de que te arrendará el pastizal. ¿No te acuerdas de que en la Navidad pasada, su propietario te regaló algo de su cacería, y días después, al pasar frente a tu casa, te saludó amablemente?

Estas palabras parecen dar ánimo al ganadero. Pero, al siguiente día se encuentra con otro de sus vecinos, quien le dice:

—¡Me temo que no te arrendará el pastizal! El señor B. también lo solicitó, y ya sabes cuánta amistad lo une con el propietario.

Y las esperanzas del pobre ganadero se desvanecen como pompas de jabón.

Por fin recibe una carta y, al reconocer la letra del propietario del pastizal, la abre con viva ansiedad, la cual va convirtiéndose en satisfacción a medida que avanza en la lectura.

—Todo está arreglado —dice a su esposa—. ¡Se acabaron las dudas y los temores! El dueño del pastizal me arrienda el campo por todo el tiempo que lo necesite, y en condiciones ventajosas para mí; esto me basta. ¡Qué me importa ahora lo que digan los demás! La palabra del dueño contenida en esta carta me asegura la posesión.

¡A cuántas personas les sucede lo del ganadero! Al escuchar las opiniones de otros o los sentimientos del propio corazón engañoso, se dejan llevar de acá para allá, perplejas y afligidas, cuando bastaría recibir la Palabra de Dios como siendo Su Palabra; entonces la seguridad pasaría a ocupar el puesto de las dudas.

La Palabra de Dios dice que el que cree es salvo, y el que no cree está condenado. Ambos casos son seguros porque Dios es quien habla. "Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos" (Salmo 119:89); y para el creyente de corazón sencillo, su Palabra lo decide todo.

"El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?" (Números 23:19).

Más pruebas no hay que exigir
Ni más demostración.
Pues sé que Cristo al morir
Cumplió mi salvación.

Tal vez el lector diga: «¿Cómo puedo estar seguro de que tengo la verdadera fe?»

A esta pregunta sólo cabe contestar de la siguiente manera: ¿Tiene usted confianza en el verdadero Salvador, esto es, en el bendito Hijo de Dios?

No es cuestión de saber si su fe es mucha o poca, fuerte o débil, sino de saber si la Persona en quien ha confiado es digna de confianza. Hay quien se agarra de Cristo con la fuerza del que está ahogándose; otro apenas toca el borde de su túnica; con todo, ambos están igualmente salvos. Los dos han comprendido que en sí mismos, no hay nada digno de confianza, pero que pueden confiar en Cristo con toda seguridad, contar con Su Palabra y descansar en la obra perfecta y de eterna eficacia que él hizo en la cruz. Esto es lo que significa creer en él.

Hay cosas que no dan la salvación

Cuídese bien de confiar, para la salvación de su alma, en sus propósitos de enmienda, en sus buenas obras, en sus prácticas o sentimientos religiosos, o en su educación moral recibida desde su niñez. Puede confiar firmemente en estas cosas y, sin embargo, perderse eternamente. La fe más débil en Jesucristo lo salva por toda la eternidad, mientras que la fe más firme en cualquier otra cosa que no sea Jesús mismo, no es más que el fruto de un corazón engañado y engañador; es el ramaje con el que el enemigo cubre la trampa de la eterna perdición.

En el Evangelio, Dios coloca sencillamente ante usted al Señor Jesucristo, y le dice: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia" (Mateo 3:17). Le dice que, con toda seguridad, puede confiar en el Señor Jesús, pero confiar en sí mismo es un peligro mortal.

¡Bendito, eternamente bendito seas tú, Señor Jesús! ¿Quién no confiará en ti y ensalzará tu nombre?

Una joven y su problema

—Creo verdaderamente en él —me dijo con cierta tristeza una joven—; sin embargo, no me atrevo a decir que soy salva por temor a mentir.

Esta joven era hija de un carnicero y su padre había ido aquel día a la feria.

—Supongamos —le dije— que cuando tu padre vuelva a casa, le preguntes cuántos carneros compró en la feria, y él te conteste que ha comprado diez. Poco después llega un hombre y te pregunta cuántos carneros compró tu padre en la feria. ¿Acaso le responderías que no quieres decirlo por temor a mentir?

La madre, que escuchaba la conversación, dijo con cierta indignación: «Eso sería como decir que tu padre es un mentiroso».

¿No cree usted que esta joven, a pesar de su buena intención, hacía a Jesucristo un mentiroso cuando decía: «Yo creo en el Hijo de Dios y, sin embargo, no me atrevo a decir que tengo vida eterna, por temor a mentir»? ¡Qué atrevimiento!

—Pero, ¿cómo puedo estar seguro de que verdaderamente creo? —dice otro—. Muchas veces me he esforzado por creer y he buscado en mi interior para ver si tengo fe, pero cuanto más busco, menos la hallo en mí.

Amigo mío, la manera en que mira estas cosas no puede darle otro resultado, y el decir que se esfuerza en creer demuestra claramente que anda equivocado.

¿A quién podemos creer?

Voy a presentar otro ejemplo para explicar mejor esta cuestión.

—Una tarde, estando usted en su casa entra un individuo y le dice que el jefe de la estación ferroviaria cercana acaba de morir arrollado por el tren. Pero dicho sujeto es conocido como el más atrevido embustero en toda la vecindad. ¿Creería usted, o se esforzaría siquiera en dar crédito a tal persona?

—Claro que no —me contesta.

—Y ¿por qué no?

—Porque conozco demasiado a ese individuo como para creer sus palabras.

—Pero, dígame, ¿cómo sabe que no le cree? ¿Acaso mirando en usted mismo, en su fe, en sus propios sentimientos?

—No, señor; me fijo en quien me anunció aquella noticia.

Luego entra un vecino y dice:

—Un tren de carga arrolló al jefe de la estación y lo mató en el acto.

Después de salir este último, usted dice prudentemente:

—Creo en parte lo que este hombre me contó, porque, por lo que recuerdo de él, sólo me ha engañado una vez, aunque lo conozco desde muchacho.

De nuevo le pregunto: ¿Cómo sabe ahora que en parte da crédito a este hombre? ¿Acaso considerando su propia fe?

—No —contesta—; tengo en cuenta a quien me da aquel informe.

Apenas salido este hombre de su casa, entra un tercero. Éste, que es un amigo cuya veracidad le inspira la confianza más absoluta, le anuncia las mismas tristes noticias. Entonces usted dice:

—Ahora, diciéndomelo usted, lo creo.

Insisto, pues, en mi pregunta que, como recordará, no es sino repetición de la suya:

—¿Cómo sabe que le cree con tanta confianza a su amigo?

Usted contestará:

—Es porque él nunca me ha engañado, ni lo creo capaz de engañarme jamás.

Pues bien, de igual manera sé que creo al Evangelio; es por Aquel que me trae las noticias. "Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque éste es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo… El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo" (1 Juan 5:9-10). "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia" (Romanos 4:3).

En cierta ocasión, un hombre angustiado le dijo a un siervo de Dios:

—Señor, yo no puedo creer.

A lo que el cristiano contestó con gran acierto:

—¿De veras? ¿Y a quién es que no le puede creer?

Esta sencilla pregunta le abrió los ojos. Hasta entonces había pensado que la fe era alguna cosa misteriosa que debía sentir dentro de sí, y que sin sentirla no podía tener la seguridad de su salvación. Pero la verdadera fe no fige la mirada dentro de sí mismo, sino afuera, en Cristo y en su obra cumplida; escucha confiadamente el testimonio que un Dios fiel da de Cristo y de su obra.

Por mirar al exterior, al Salvador, tenemos la paz del alma, la paz interior. Cuando un hombre vuelve su rostro hacia el sol, no puede ver la sombra de su cuerpo detrás de él. Uno no puede mirar a sí mismo y a la vez mirar a un Cristo glorificado en el cielo.

Así, pues, vemos que el bendito Hijo de Dios gana mi confianza. Su obra cumplida me da la eterna seguridad de mi salvación. Y la palabra de Dios tocante a los que creen en él me da la firme certeza de tal seguridad. En Cristo y en su obra encuentro el camino de la salvación; en la Palabra de Dios hallo el conocimiento de esa salvación.

Quizás alguno de mis lectores diga: «Si soy salvo, ¿por qué experimento tantas fluctuaciones de ánimo? Pues a menudo pierdo la alegría y me siento tan desdichado y abatido como antes de mi conversión».

Esta pregunta me lleva a tratar el tercer punto: el gozo de la salvación.

* * *

El gozo de la salvación

Hallará en las Escrituras que, si usted es salvo por la obra de Cristo y está seguro de ello por la Palabra de Dios, va a conservar el gozo de la salvación por el Espíritu Santo que mora en cada creyente.

Conviene tener presente que toda persona salva todavía tiene en sí «la carne», esto es, la naturaleza pecaminosa en que ha nacido, la que empezó a manifestarse desde sus más tiernos años. El Espíritu Santo en el creyente resiste a «la carne» y se ve entristecido por cualquier manifestación de ella, ya sea de pensamiento, de palabra o de obra.

Cuando el creyente anda como es digno del Señor, el Espíritu Santo produce en el alma su fruto, que es: "amor, gozo, paz…" (Gálatas 5:22). Si anda en camino carnal o mundano, el Espíritu se entristece y esos frutos menguan en mayor o menor proporción.

Expondré su situación como creyente de la siguiente forma:

La obra de Cristo juntamente subsisten
y su salvación o se vienen abajo.

Su modo de andar juntamente subsisten
y su gozo o se vienen abajo.

Si la obra de Cristo se viniera abajo (lo cual es imposible, gracias a Dios), su salvación caería juntamente con ella. Si su modo de andar no es bueno (¡ande con cuidado, porque esto es muy posible!), entonces la alegría también se irá.

En los Hechos de los Apóstoles se dice que "las iglesias", es decir, los primeros cristianos, andaban "en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo" (Hechos 9:31). También vemos que "los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo" (Hechos 13:52).

Mi gozo espiritual es proporcional a la conducta que observe después de mi conversión.

¿Ve ahora en qué consiste su equivocación? Usted confunde el gozo de la salvación con la seguridad de la misma; estas dos cosas son enteramente diferentes. Cuando, por seguir su propia voluntad, por un espíritu mundano o por dejarse llevar de la ira entristeció al Espíritu Santo y, por consiguiente, perdió el gozo, creyó haber perdido también su salvación. Pero no es así. Una vez más le repito:

Su salvación depende de la obra que Cristo hizo por usted.

Su certeza depende de lo que la Palabra de Dios dice con respecto a usted.

El gozo de la salvación depende de no entristecer al Espíritu Santo que habita en usted.

Si usted, como hijo de Dios, entristece al Espíritu Santo, su comunión con el Padre y el Hijo quedará interrumpida, a lo menos por algún tiempo. Y sólo cuando reconozca y confiese su pecado, el gozo de aquella comunión le será devuelto.

Lazos familiares

Veamos el siguiente ejemplo: Su hijo le ha desobedecido. El semblante del niño manifiesta que ha hecho algo que no debía. Media hora antes disfrutaba paseando con usted en el jardín, admirando lo que usted admiraba, alegrándose con aquello con que usted se alegraba. En otras palabras, estaba en comunión con usted; sus sentimientos y gustos eran iguales a los suyos. Pero al desobedecer, todo ha cambiado; el niño permanece en un rincón, con una cara que refleja la tristeza de su corazón. Usted le asegura que lo perdonará tan pronto como confiese su falta; pero el orgullo y la terquedad del niño no le permiten hacerlo.

¿Qué sucedió con la alegría que gozaba media hora antes? Ha desaparecido por completo. Y ¿por qué motivo? Porque la comunión que existía entre usted y su hijo se ha interrumpido.

Y el parentesco que existía media hora antes entre usted y su hijo, ¿ha desaparecido también? ¿Se ha roto o se ha interrumpido? Claro que no. Su parentesco depende de su nacimiento. Su comunión con usted depende de su conducta. El desenlace de esta escena lo prueba. Al cabo de un momento el niño deja su rincón, con una voluntad quebrantada y un corazón humilde; le confiesa toda su culpa, de tal modo que usted comprende que él aborrece la desobediencia tanto como usted. Entonces lo toma en sus brazos y lo cubre de besos. ¡Ve qué cambio se ha producido en el rostro del niño! Ha recobrado el gozo porque la comunión ha sido restaurada.

Cuando David pecó tan gravemente en el caso de la mujer de Urías, no dijo a Dios: «Vuélveme tu salvación», sino: "Vuélveme el gozo de tu salvación" (Salmo 51:12).

Continuemos nuestra supuesta historia y llevemos el caso un poco más allá. Supongamos que mientras su hijo se quedaba en el rincón de la habitación, sin muestras de arrepentimiento, se oyera alrededor de su casa clamar a sus vecinos: —¡lncendio, incendio!— ¿Qué sucedería con su hijo? ¿Lo dejaría en la casa para que fuera consumido por el fuego? ¡Increíble!

Lo más probable es que él sea la primera persona que usted saque y ponga a salvo. No hay duda; usted sabe perfectamente que el amor paternal o maternal es una cosa y que el gozo de la comunión es otra muy distinta.

Ahora bien, cuando el creyente peca, la comunión con el Padre se interrumpe temporalmente, y el creyente carece de gozo hasta que con corazón arrepentido se vuelva al Padre y le confiese su pecado. Entonces, creyendo en la Palabra de Dios, sabe que es perdonado, porque la Palabra declara terminantemente que "si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9).

El lazo indestructible y el lazo quebradizo

Pues bien, amado hijo de Dios, tenga presente estas dos cosas: no hay ningún lazo más fuerte que el del parentesco, y nada hay tan delicado como el lazo de la comunión. Todo el poder y el consejo de la tierra y del infierno reunidos no pueden anular el primero, mientras que un deseo torpe o una palabra frívola basta para romper el segundo.

Si usted está entristecido sin saber la causa, humíllese delante de Dios, escudriñe sus caminos. Y cuando descubra al ladrón que le ha robado el gozo, sáquelo de una vez a la luz, es decir, confiese su pecado a Dios, su Padre; júzguese por la escasa vigilancia que usted ha ejercido sobre su alma, la cual ha permitido que el enemigo entrara. Pero no confunda nunca su salvación con el gozo de la misma.

Con todo, no se imagine que Dios juzga con más suavidad el pecado del creyente que el del que no cree. Dios no tiene dos procederes distintos para tratar el pecado. Él no puede pasar por alto los pecados del creyente más ligeramente que los pecados de aquellos que rechazan a su Hijo. Pero la gran diferencia es que Dios conocía todos los pecados del creyente, y los puso todos sobre el Cordero que él mismo proveyó, quien cargó con todos ellos en la cruz del Calvario. Allí fue discutida y resuelta la gran cuestión de la culpabilidad del creyente, desde su punto de vista penal. El castigo que él merecía cayó sobre su bendito sustituto, "quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pedro 2:24).

El que rechaza a Cristo debe sufrir el castigo de sus propios pecados en su cuerpo para siempre, en el lago de fuego. Mas, cuando el que está salvo cae en falta, la cuestión del pecado, en su aspecto penal, no puede ser suscitada de nuevo, ya que el mismo Juez (Jesús) la resolvió de una vez para siempre en la cruz. Pero la cuestión de la comunión se plantea en el creyente, por el Espíritu Santo, cada vez que lo entristece.

La luna y el lago

Permítame, para concluir, que me valga de otro ejemplo. En una hermosa noche de luna llena, dos hombres están mirando atentamente una laguna en cuyas aguas se ve reflejada la luna. Uno de ellos le dice a su amigo:

—¡Qué brillante y redonda está la luna esta noche! ¡Qué silenciosa y majestuosamente sigue su curso!

Pero apenas acaba de pronunciar estas palabras, su amigo arroja una piedra a las aguas. Entonces el primero exclama:

—¿Qué es esto? ¡La luna se ha hecho pedazos y sus fragmentos chocan unos con otros!

—¡Qué tontería! —replica el que arrojó la piedra—. ¡Mírala allá arriba! La luna no ha sufrido cambio alguno. Sólo cambiaron las condiciones de las aguas que la reflejan.

Creyente, aplique a su caso esta sencilla figura. La laguna es su corazón. Cuando en él usted no da cabida al mal, el Espíritu de Dios le revela las perfecciones y glorias de Cristo para su consuelo y gozo. Pero cuando usted acoge un mal pensamiento o cuando sale de su boca una palabra ociosa sin que sea juzgada, el Espíritu de Dios empieza a turbar las aguas; sus felices experiencias son hechas pedazos; permanecerá turbado e intranquilo interiormente, hasta que con espíritu quebrantado ante Dios, le confiese el pecado que perturbó su tranquilidad. De esta manera se restaurará la calma de su corazón y disfrutará nuevamente el gozo de la comunión.

Pero, mientras su corazón se halla intranquilo, ¿ha sufrido algún cambio la obra de Cristo? De ninguna manera. Su salvación, por lo tanto, tampoco ha cambiado.

¿Ha cambiado la Palabra de Dios? Por cierto que no. Entonces la certeza de su salvación tampoco ha sufrido en lo más mínimo. ¿Qué es, pues, lo que ha cambiado? Es la acción del Espíritu Santo en usted; en vez de enseñarle las glorias de Cristo y llenar su corazón del sentimiento de su dignidad, se entristece al tener que abandonar este oficio precioso para llenar su conciencia del sentimiento de su pecado y de su indignidad.

Él lo priva de consuelo y gozo hasta que usted juzgue y condene lo que él reprueba. Cumplido esto, la comunión con Dios está restablecida.

¡El Señor nos ayude a desconfiar cada vez más de nosotros mismos, a fin de que no contristemos "al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención"! (Efesios 4:30).

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos

Querido lector, por más débil que sea su fe, tenga la seguridad de que el bendito Salvador en quien ha depositado su confianza jamás cambiará. "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Hebreos 13:8).

La obra que él acabó no cambiará jamás. "Todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá" (Eclesiastés 3:14).

La palabra que él pronunció jamás cambiará: "La hierba se seca, y la flor se cae; mas la Palabra del Señor permanece para siempre" (1 Pedro 1: 24-25).

Así, pues, el objeto de su confianza, el fundamento de su seguridad, la base de su certeza son por igual eternamente invariables.

El amor que por él siento es inestable.

Y mi gozo mengua o crece sin cesar;

Mas la paz que tengo en Dios es inmutable,

La Palabra de mi Dios no ha de cambiar.

Yo varío; pero él nunca ha variado.

Y jamás el Salvador podrá morir;

En Jesús, y no en mí mismo, estoy fiado;

Su bondad es la que me ha de bendecir.

Al terminar, permítame que le pregunte una vez más:

—¿En qué clase va viajando? Vuelva su corazón hacia Dios y respóndale a él mismo.

* * *

"Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso" (Romanos 3:4).

"El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz (dice la verdad)" (Juan 3:33).

Quiera Dios que la gozosa certeza de poseer esta "salvación tan grande" (Hebreos 2:3) llene su corazón ahora y hasta que Jesús venga.

_____________________________________________________

©Ediciones Bíblicas — 1166 PERROY (Suiza)

Se autoriza sacar fotocopias de este folleto para uso o difusión personal. En este caso, utilícese en su integridad y sin cambios.
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#2
Que buen tema. que bien explicado.
Muchas gracias
Willy
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