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Historia de la Iglesia (45)
#1
"LA IGLESIA PEREGRINA"
Por Edmund Hamer Broadben

Una de sus reuniones fue disuelta en 1567, y catorce de sus miembros líderes fueron encarcelados. En 1592, cincuenta y seis de ellos fueron detenidos en una reunión mientras adoraban a Dios. Año tras año, una gran cantidad de ellos de distintas partes del país yacieron en la más extrema miseria, en calabozos y en cadenas. En seis años, murieron diecisiete encarcelados y, posteriormente, veinticuatro en un solo año. Durante este período se escribió una defensa de la Iglesia Anglicana, el Gobierno eclesiástico por Ricardo Hooker, una obra que fue, y aún es, ampliamente admirada. En ella, Hooker se opuso a aquellos que sostenían que a la Iglesia Anglicana le hacía falta una reforma adicional e intentó probar que la Biblia por sí sola no era suficiente para la dirección de la Iglesia; que había muchas costumbres y ritos practicados por los apóstoles que no estaban escritos pero que se sabe que son apostólicos; que muchas de las leyes de Dios son variables; que hay muchos actos que se llevan a cabo en la vida diaria acerca de los cuales la Biblia no ofrece ninguna instrucción y que esta no es indispensable para ofrecer orientación sobre cada acción, sino que cada caso de la vida debe enmarcarse en la ley de la razón; que la fe puede basarse en otras cosas además de la Escritura debido a que la autoridad del hombre influye mucho; y que lo que se narra en la Escritura no debe necesariamente considerarse como un mandato.

Al limitar cuidadosamente y minimizar de esa manera la autoridad de la Escritura, algunas prácticas y doctrinas contrarias a ella son dadas por sentado como correctas, como, por ejemplo, el bautismo de infantes y la necesidad de los sacramentos para la salvación.
Hooker plantea: “Somos culpados (…) de que en muchas cosas nos hemos apartado de la antigua simplicidad de Cristo y sus apóstoles; de que hemos abrazado demasiada firmeza externa; que tenemos aquellas órdenes en el ejercicio de la religión que aquellos que más agradaron a Dios y le sirvieron de una manera más devota nunca tuvieron. Porque no hay duda de que el primer estado de las cosas fue mejor que el presente, que en el inicio de la religión cristiana la fe tenía su forma más sana, las Escrituras de Dios eran entonces mejor comprendidas por todos los hombres, todos los aspectos de la santidad abundaban más en aquel entonces y, por tanto, se deduce que las costumbres, las leyes y las ordenanzas inventadas posteriormente no son tan buenas para la iglesia de Cristo; que la mejor manera es eliminar las invenciones posteriores del hombre y reducir las cosas al estado original.”
A esto, Hooker responde que aquellos que adoptaban semejante posición: “…deben confesar que no se sabe con certeza cuáles eran las órdenes de la iglesia en los tiempos apostólicos, teniendo en cuenta que las Escrituras no las mencionan todas, y que, además, existen otros informes que ellos rechazan por completo. De modo que al sujetar la iglesia a las órdenes del tiempo de los apóstoles, la sujetan a una regla maravillosa pero muy incierta, a menos que no exijan la observación de ninguna de las órdenes sino sólo aquellas que se sabe que son apostólicas por medio de los escritos de los propios apóstoles (…) Estoy seguro de que ellos no insinúan que nosotros ahora debamos reunir a nuestro pueblo para servir a Dios en reuniones privadas y secretas; o que los ríos o arroyos comunes deban usarse para el bautismo; o que la Eucaristía deba ministrarse después de la cena; o que la costumbre de la fiesta de la Iglesia deba renovarse; o que toda clase de provisión permanente para el ministerio deba abolirse por completo y que su bienestar deba depender nuevamente de la devoción voluntaria de los hombres. En estas cosas fácilmente se percibe cuán incompetentes serían para el presente, aunque al principio resultó ser lo suficientemente conveniente. La fe, el celo y la piedad de los tiempos antiguos vale la pena honrar. No obstante, ¿acaso demuestra esto que las órdenes de la iglesia de Cristo deben ser aún las mismas que las de ellos, que no puede haber nada que no haya existido entonces, o que desde entonces nada haya dejado debidamente de existir? Aquellos que buscan restaurar la Iglesia a lo que era al principio deben, inevitablemente, poner límites a sus palabras.”
De modo que, al disminuir la autoridad de la Escritura y señalar que si sus adversarios fueran consecuentes ellos avanzarían más que lo que habían logrado en su supuesto regreso a las Escrituras, Hooker creó las bases sobre las cuales llegó a la conclusión de que a la Iglesia Anglicana no le hacía falta ninguna reforma adicional, al estar más en consonancia con la Escritura y el sentido común que cualquier otra.
Al avanzar a través de sus diversas creencias y prácticas alcanzó la cima de la estructura cuando argumentó que el reconocimiento del Rey Enrique VIII y cada uno de sus sucesores, según el orden de sucesión establecido como Jefe Supremo de la Iglesia, estaba plenamente de acuerdo con las enseñanzas de la Escritura.
En lo referente a esta Iglesia, él dice: “Nosotros afirmamos que (…) no hay ningún hombre de la Iglesia Anglicana que no sea también miembro de la mancomunidad, y no hay ningún hombre de la mancomunidad que no sea también miembro de la Iglesia Anglicana”.

Aunque muy convencido de sus enseñanzas y erróneas deducciones, resulta evidente y encomiable que en el lenguaje de Hooker hay un autodominio y una dignidad en contraste notorio con la violencia y los insultos que caracterizaron el modo de expresarse que todos los partidos de su tiempo se permitieron utilizar.

Antes de la culminación de su reinado, Isabel dejó de encarcelar a aquellos que se negaban a conformarse a la Iglesia Anglicana y se limitó a desterrarlos. Esto condujo a que muchos de los llamados brownistas y anabaptistas buscaran refugio en Holanda.
Fue así como ellos fundaron una iglesia en Amsterdam, la cual, bajo la dirección de Francis Johnson y Henry Ainsworth, publicó en 1596 una Confesión de fe de ciertos ingleses exiliados residentes en los Países Bajos.
Holanda era un centro de actividades espirituales de la mayor importancia. Entre los muchos maestros ilustres que se encontraban allí, ninguno ejerció una influencia de mayor alcance que Jacobus Arminius (1560–1609). Aunque su nombre está relacionado a conflictos religiosos, el arminianismo puesto en contraste con el calvinismo, él en sí no fue un hombre partidario ni extremista en sus opiniones. Desde los días en que Agustín y Pelagio habían reñido, el primero al mantener la soberanía facultativa de Dios, y el segundo, el libre albedrío y la responsabilidad del hombre, estas preguntas vitales de las relaciones entre Dios y el hombre no habían dejado de ocupar las mentes y los corazones de las personas. Calvino, y aun más algunos de sus seguidores, mientras mostraban de manera convincente lo que se enseña en la Escritura en relación a la soberanía y la elección de Dios, minimizaban aquellas verdades que traen equilibrio a estas, que también se hallan en las Escrituras. De manera que su lógica, planteada a partir de una parte limitada de la verdad revelada, en lugar de toda la verdad, los llevó a la conclusión de que el hombre está sujeto a decretos absolutos los cuales él no tiene poder para variar. La extravagancia manifiesta de semejante enseñanza naturalmente provocó una reacción que con el tiempo se hizo extrema.
Educado bajo la influencia de las enseñanzas de Calvino, Arminius, -conocido por todos como hombre de carácter intachable y de capacidad y conocimiento insuperables— fue escogido para escribir en defensa del calvinismo de la variante menos extremista.
Se suponía que el calvinismo estaba en peligro por los ataques que recibía. Sin embargo, al estudiar el tema, se dio cuenta de que mucho de lo que él había apoyado no tenía base, que convertía a Dios en autor de pecado, que limitaba su gracia salvadora y dejaba a la mayoría de la humanidad sin esperanza o posibilidad de salvación.

Arminius se percató a partir de las Escrituras que la obra expiatoria de Cristo era para todos, y que el libre albedrío del hombre es una parte del decreto divino. Al regresar a la enseñanza original de la Escritura y la fe de la iglesia, Arminius evitó los extremos hacia los cuales ambos partidos habían llevado la controversia desde hacía mucho tiempo.
Su declaración de lo que él había llegado a creer lo involucró de manera personal en conflictos que afectaron tanto su espíritu hasta al punto de acortar su vida.
Su enseñanza adquirió posteriormente una forma viva y evangélica como parte del avivamiento metodista.

Cuando Jacobo I llegó al trono, se renovaron los esfuerzos —los cuales se habían debilitado a finales del reinado de Isabel— a fin de imponer uniformidad de religión, y la emigración, aunque ahora contenida por las autoridades, continuó. En ese tiempo se reunía una congregación de creyentes en Gainsborough, de la cual Juan Smyth era líder. De esta iglesia surgió otra, compuesta de miembros que anteriormente viajaban unos dieciséis o dieciocho kilómetros para asistir a las reuniones de los domingos en Gainsborough. Este nuevo lugar de reunión fue la Casa Señorial Scrooby, y a los creyentes allí se les unió Juan Robinson, quien tuvo que dejar su congregación en Norwich a causa de la persecución. Pero su nueva paz fue de corta duración; sus casas fueron puestas bajo vigilancia, sus medios de subsistencia fueron confiscados, o de lo contrario ellos fueron encarcelados. Luego de que algunos intentaran en vano escapar a Holanda, con el tiempo decidieron, a nivel de iglesia, emigrar juntos (1607). Su viaje fue interrumpido por repetidos arrestos, encarcelamientos y separaciones dolorosas, hasta que por fin llegaron en pequeños grupos. Destituidos, pero no desanimados, se reagruparon y fueron recibidos por las iglesias en Amsterdam y en otras partes.
La iglesia en Amsterdam pronto comenzó a sufrir a causa de las diferencias de opinión. Los menonitas holandeses estaban a favor del bautismo de creyentes, al igual que Juan Smyth y Tomás Helwys. Sin embargo, la mayoría de los miembros no estaban de acuerdo con esto y hubo mucha disensión. Smyth y Helwys, con aproximadamente cuarenta hermanos más, fueron excluidos de la hermandad. Estos formaron otra iglesia. Los bautistas también sostenían que el poder civil no tenía derecho a interferir en asuntos de religión o imponer alguna forma de doctrina. Por el contrario, afirmaban que el poder civil debía limitarse exclusivamente a los asuntos políticos y a mantener el orden. Los otros opinaban que era el deber del estado ejercer cierto control en asuntos de doctrina y el orden de la iglesia.
Aunque ellos protestaban contra las medidas de coacción usadas en su contra, no estaban dispuestos a permitir que los demás que diferían de ellos obtuvieran total libertad. Aquellos que estaban con Smyth no creían que fuera conforme a la enseñanza del Señor que un cristiano portara armas ni que sirviera como magistrado o gobernante.

Johnson y Ainsworth se inclinaban cada vez más hacia una forma presbiteriana de gobierno de la iglesia, con la cual Juan Robinson no estaba de acuerdo. A fin de evitar una disputa mayor, Robinson y otros se trasladaron de Amsterdam a Leiden y fundaron allí una iglesia.

Esta iglesia continuó en unidad y paz, destacándose el ministerio de Juan Robinson por su poder y alcance. Estas iglesias no sólo proveyeron un hogar para los cristianos perseguidos y mantuvieron un testimonio de la verdad, sino que, además, llegaron a ejercer una influencia de largo alcance.

Cuando a algunos de sus miembros les fue posible regresar a Inglaterra, lo hicieron y fortalecieron en gran manera a los creyentes allí.
Helwys, junto con otros hermanos, fundó una iglesia bautista en Londres aproximadamente en 1612. Unos pocos años después, Henry Jacob, un colega de Robinson, vino y ayudó a formar una iglesia independiente en Londres, de la cual más tarde surgió una iglesia de bautistas “particulares” o calvinistas. Pero hubo otros cuyo rumbo estaba determinado por asuntos de más alcance.

La idea de establecer iglesias en el nuevo mundo, donde hubiera libertad de conciencia, de adoración y de testimonio, llegó a afectar cada vez más a estos exiliados y, después de mucha oración y bastante negociación, el Speedwell partió en su gran aventura.
La partida fue difícil tanto para los que se iban como para los que se quedaban. Juan Robinson, en sus palabras memorables al grupo que partía en Delft Haven, dijo: “Les encomiendo ante Dios y sus benditos ángeles que me sigan no más allá de lo que me han visto seguir al Señor Jesucristo. Si Dios les revela algo por medio de cualquier otro de sus instrumentos, estén tan dispuestos a recibirlo como lo estuvieron a recibir cualquier verdad por medio de mi ministerio, ya que estoy convencido de que el Señor tiene aun más verdades por iluminar en su santa Palabra. En lo que a mí respecta, no puedo lamentar suficientemente la condición de aquellas Iglesias Reformadas que han llegado a estancamiento en la religión, y en el presente no continuarán más allá que los instrumentos de su reforma. Los luteranos no pueden ser persuadidos a ir más allá de lo que Lutero vio; (...) Por su parte, los calvinistas permanecen firmes donde los dejó el gran hombre de Dios quien, sin embargo, no vio todas las cosas. Esto es algo que resulta muy lamentable, ya que a pesar de que ambos fueron luces brillantes y radiantes en sus tiempos, ninguno de los dos comprendió todo el consejo de Dios. No obstante, si vivieran ahora estarían tan dispuestos a abrazar la nueva luz como la que ambos recibieron al principio, por cuanto no es posible que el mundo cristiano saliera de una forma tan tardía de semejante oscuridad anticristiana y pretender que la perfección del conocimiento aparezca inmediatamente”.

Al Speedwell se le unió el Mayflower con un grupo de Inglaterra que debía ir con ellos, y los dos navíos partieron juntos desde Inglaterra, pero como al Speedwell se le comenzó a infiltrar el agua, tuvo que regresar. Debido a esto todos los viajeros se apiñaron en el Mayflower y el pequeño navío zarpó desde Plymouth (1620). Una enorme tormenta casi les hizo regresar, pero estando resueltos a continuar, se esforzaron, y luego de navegar durante nueve semanas desembarcaron, 102 personas, en la Bahía Plymouth en Nueva Inglaterra.

La Iglesia Anglicana, al tener su origen en la Iglesia de Roma, aunque separada de esta y modificada por las influencias de los reformistas luteranos y suizos, combinó las características de todos estos sistemas. Esta convirtió al rey en su Jefe Supremo, y mantuvo así un carácter político y, al igual que los reformistas, adoptó parte del sistema clerical de la Iglesia de Roma, con sus baluartes imprescindibles del bautismo de infantes y la administración de la Cena del Señor por el clero.

Sin ser episcopaliana al principio, a finales del reinado de Isabel la Iglesia Anglicana ya había comenzado a adquirir el sistema de Roma en este sentido, y en poco tiempo había adoptado completamente dicho sistema de gobierno.
Los puritanos fueron ese elemento en la Iglesia Anglicana que constantemente luchó contra todo lo que perteneciese al sistema de Roma, esforzándose siempre por hacerla definitivamente protestante.

Ellos sufrieron mucho a causa de sus esfuerzos por mantener la autoridad de la Escritura contra los decretos de los gobernantes.

Los presbiterianos simpatizaban más con los reformistas continentales que con la Iglesia Anglicana. Escocia aceptó el presbiterianismo como su Iglesia oficial, pero en Inglaterra semejante divergencia de uniformidad no fue permitida. Fue por ello que en 1572 las autoridades dispersaron a una iglesia presbiteriana fundada en Wandsworth.

Los independientes mantuvieron la doctrina bíblica de la independencia de cada congregación de creyentes y su dependencia directa del Señor. Tanto se diferenciaban de la Iglesia oficial, al apartar al rey y a los Obispos de los lugares que ellos habían ocupado en la Iglesia y negándoles incluso su derecho de ser miembros de la iglesia a menos que se convirtieran, que no se les mostró ninguna compasión. Ellos fueron encarcelados por montones, multados, mutilados y ejecutados con la más despiadada crueldad.

Los bautistas eran vistos incluso peor, ya que compartían totalmente la opinión de los independientes en cuanto a la iglesia y, además, negaban que el estado tuviera alguna autoridad para interferir en cuestiones de religión.
Repudiaban completamente el bautismo de infantes y regresaron a la práctica primitiva de bautizar sólo a los creyentes. De este modo, ellos pusieron el hacha a la raíz del poder clerical. Su compañerismo espiritual era con los anabaptistas, los valdenses y otros como ellos.

Naturalmente que con ellos y con los independientes compartieron la mayor ira de aquellos que estaban resueltos a toda costa a obligar a toda la nación a aceptar aquella forma de religión que durante aquel tiempo fue ordenada por el Estado.

En todos estos grupos hubo miembros verdaderos individuales de la iglesia de Cristo, ya fuesen los de Roma, anglicanos o miembros de la iglesia libre. También hubo grupos de creyentes que correspondían a las iglesias de Dios del Nuevo Testamento entre las congregaciones perseguidas y despreciadas, pero como había sucedido y seguirá sucediendo, les tocó mantener su testimonio en medio de circunstancias tan confusas como para poner a prueba hasta lo máximo su fe y amor.

A pesar de la persecución, las congregaciones de creyentes aumentaron. Según una declaración hecha en la Cámara de los Lores (1641), en Londres y sus alrededores había ochenta grupos de diferentes “sectarios”, y a aquellos que ministraban entre ellos se les tildó despectivamente de zapateros, sastres y “basura por el estilo”.

(Continuará)
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