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Estudios sobre la Primera Epístola a los Corintios (6)
#1
Capítulo 4

El ministerio en la obra de Dios demanda siervos espirituales


“Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios” (vs.1)

El Señor Jesucristo, en Mateo.23:6-7, se refirió a los escribas y fariseos que “amaban” que los hombres les llamaran: “Rabí”, “Rabí” (Mateo 23:7)

Si bien era natural que aquellos maestros arrogantes, revestidos de barniz religioso pero incrédulos al fin, amaran así la gloria de los hombres, no debía ocurrir lo mismo con los verdaderos obreros de Dios.

Por las propias Escrituras nos enteramos de que el testimonio de muchos creyentes, que no quisieron renunciar a los honores mundanos, quedó completamente anulado “porque amaban más la gloria del mundo que la gloria de Dios” (Jn.12:43) Este peligro sigue latente en nuestros días, y por lo tanto la instrucción bíblica ordena claramente que los obreros deben ser tenidos por servidores de Cristo, por encima de cualquier apelativo. Conviene observar aquí que el término “servidor de Cristo”, o su equivalente: “siervo”, no encierra, en las Escrituras, ninguna connotación despectiva o degradante. Por lo contrario, no existe mayor reconocimiento para un obrero cristiano que el de ser considerado por Dios como Su siervo, y que los hombres puedan identificarlo como tal.
Luego, el siervo de Dios debe ser tenido por “administrador” de los misterios de Dios.
Consideremos que aquellos asuntos antes velados que se reconocían como “misterios” (cuestiones reservadas por Dios para ser reveladas a su tiempo) hoy son verdades ya explícitamente manifestadas en la Palabra de Dios.
Los apóstoles y profetas administraban los misterios de Dios en el sentido de que a ellos les fueron particularmente revelados, y en consecuencia, como fieles administradores, fueron trasmitiendo y registrando por escrito tales revelaciones. Hoy esas mismas verdades reveladas requieren ser administradas con igual fidelidad por cada siervo de Dios. “Pero tú, habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina.” (Tit.2:1) “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios” (1ª P. 4:11)

Los creyentes debemos guardarnos de alterar la doctrina que nos fue encomendada, es decir, la totalidad de las verdades fundamentales, que Dios califica, en Judas.1:3, como “la fe que ha sido una vez dada a los santos”. Esto sólo será posible en la medida en que estemos dispuestos a escudriñar cada asunto a la luz de las Sagradas Escrituras, evitando comunicar conceptos que no sustenten en ellas.

En el vs. 3, leemos que Pablo afirma: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano, y ni aún yo me juzgo a mí mismo” Consideremos que el contexto de esta declaración se relaciona con el proceder del mensajero respecto de la comunicación de la verdad.
Pablo trasmitía el mensaje ciñéndose estrictamente a la verdad. Con todo, había quienes se atrevían a juzgarlo, pretendiendo desacreditar la doctrina que el apóstol había recibido por inspiración del Espíritu Santo.
Aún hoy hay quienes pretenden menoscabar las enseñanzas del apóstol Pablo sosteniendo que éstas se originaban en su propia idiosincrasia. Por ejemplo, un conocido escritor se atrevió a escribir en uno de sus comentarios sobre “las fallas de los argumentos de Pablo” Sólo diremos que pisa terreno muy peligroso quien niega la inspiración de “toda la escritura” (2ª Ti. 3:16)

Ahora bien, cuando Pablo se vio obligado a comparecer ante un tribunal humano, dio fe de la verdad afirmando que “Habiendo obtenido auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que había de suceder: Que el Cristo había de padecer, y ser el primero en la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles” (Hch.26: 22-23)
Esto demuestra, sin lugar a dudas, que el compromiso de Pablo era ser un administrador fiel de la verdad de Dios, más allá de que el mensaje agradara o no a los hombres. No obstante, él asegura que sólo Dios podía juzgar si había logrado cumplir su objetivo: “Ni aún yo me juzgo a mí mismo, porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor” (Vs.3-4)

Definitivamente, las Sagradas Escrituras son la verdad, y prevalecen en el tiempo aunque no coincidan necesariamente con la lógica natural humana. Cuando alguien opina que un principio escritural “no es lógico” o “es anticuado”, simplemente terminará conformándose a los esquemas del mundo, cuyas pautas, aunque aparezcan engalanadas de rigurosa modernidad, siempre ocultan una maliciosa intención ulterior, tan antigua como el pecado mismo.
Cuestionar un pasaje inspirado, porque no parece conformarse a las actuales circunstancias, es ignorar los peligros de lo oculto de las tinieblas, poniendo en duda la insondable sabiduría de Dios.
Leemos en nuestra porción que “cuando venga el Señor aclarará lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones". Entonces se pondrá claramente de manifiesto que, por encima de nuestro parecer. las disposiciones divinas eran completamente adecuadas a nuestra condición de hijos de Dios, en función de un destino trascendente, glorioso y eterno. El apartarse de la Sana Doctrina sólo acarrea incontables perjuicios, pero obedecerla y trasmitirla con fidelidad resultará en la aprobación y alabanza de Dios para con el siervo que así lo haga.

Por la recomendación del Vs.5, hemos observado que un problema que podía afectar a los corintios, ¡y a nosotros mismos hoy! era que se permitieran juzgar algo antes de tiempo. En el Cap. 2 Vs.14 la Escritura asegura: “El espiritual juzga todas las cosas, pero él no es juzgado de nadie, porque ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” Un creyente espiritual posee la capacidad de juzgar debidamente “algo”. (no a “alguien”) mediante el adecuado discernimiento de la Palabra de Dios. Por ejemplo, no desconocemos que el dios de este siglo ha impuesto a los que siguen la corriente del mundo una “nueva moral” que, obviamente, no es otra cosa que vieja inmoralidad. Pero, ¿qué ocurre cuando esas tendencias se introducen también en las esferas religiosas? Los creyentes espirituales juzgarán la situación a la luz de la Palabra de Dios, y se sujetarán a las instrucciones divinas sin temor a ser juzgados a su vez como anticuados, arcaicos o “legalistas”. En cambio, los carnales aducirán “razones prácticas” para ignorar o, si es preciso, torcer las enseñanzas escriturales, adaptándose a las modalidades mundanas.

Así, en ciertos círculos cristianos se tiende a consentir ligeramente el divorcio seguido de recasamiento, el concubinato, la homosexualidad, el aborto deliberado y otras formas semejantes de depravación expresamente condenadas por la Palabra de Dios. Legitimar lo ilegítimo bajo la excusa de procurar enmendar situaciones que de otro modo presuntamente no se podrían superar, es pretender instruir al Señor respecto de aquellos preceptos que en opinión de los hombres no encajan en la dinámica moderna.

En el vs.6, Pablo expresa la necesidad de que los corintios aprendieran “a no pensar más de lo que está escrito”. Quizás sea esto lo primero que un creyente debiera aprender, pero sencillamente nos cuesta hacerlo..
Como consecuencia, notamos una creciente influencia de quienes pretenden que la iglesia ignore los principios inamovibles de la Palabra de Dios, cediendo terreno a aquellas prácticas orientadas a la satisfacción de los deseos de la carne.

Pablo, después de describir la situación de los apóstoles en relación con la perspectiva desorientada de los corintios, por intermedio de Timoteo debe recordar a los hermanos su proceder en Cristo, de la manera que enseñaba en todas partes y en todas las iglesias. (1ª Co.4:17) Notemos que la enseñanza fue impartida igualmente “en todas partes y en todas las iglesias”. Esto echa por tierra la pretensión de esgrimir diferencias de orden social, cultural, económico u otro cualquiera, para justificar la actitud de desentenderse de los preceptos escriturales. Sólo los que estaban envanecidos cuestionaban la enseñanza y autoridad del apóstol, perdiendo el privilegio de comprobar el poder de Dios que resultaba de la obediencia incondicional a las Sagradas Escrituras.
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