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Estudios sobre la Primera Epístola a los Corintios (7)
#1
Capítulo 5

La disciplina en la iglesia de Dios demanda siervos espirituales

“De cierto se oye que hay entre vosotros fornicación…” A través de este capítulo observamos que a la larga lista de problemas que ya afectaban a los corintios se le seguían sumando otros, sin que nadie advirtiera la gravedad de los mismos.
El pasaje nos relata, primeramente, que uno de los miembros de la congregación vivía en concubinato con la mujer de su propio padre. Sujetándonos a la instrucción de no pensar más de lo que está escrito dejaremos de lado cualquier especulación sobre el caso, pero lo que sabemos concretamente es que se trataba de alguien que, al convivir y mantener relaciones sexuales con una mujer que no era su legítima esposa, practicaba el pecado de fornicación.

Después, la Escritura nos indica que la iglesia toleraba el descarrío con inexplicable indiferencia, sin reprender al culpable ni ejercer sobre él la debida disciplina. Esto evidenciaba que la iglesia carecía de guías espirituales con suficiente sensibilidad para percibir lo pecaminoso de la situación, y con capacidad para tomar las medidas correctivas que el caso requería. “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle…” (Gá.6:1)

Ahora bien, ya descubrimos anteriormente cómo los corintios habían agudizado algún problema, debido a su tendencia de transitar por los extremos. En relación con la aplicación de la disciplina en la iglesia, la actitud no fue muy diferente. Al principio se mostraron indolentes en afrontar sus responsabilidades frente a la inmoralidad manifestada por un miembro de la congregación. Frente a esto, Pablo se vio obligado a amonestarlos severamente para que, a su vez, la iglesia se decidiera a tomar cartas en el asunto.

Sin embargo, una vez impuesta la disciplina, fuere en el caso que aquí tratamos o quizás en otro, la iglesia tendía a prolongarla indefinidamente, descuidando la restauración del hermano disciplinado que, apesadumbrado en demasía, ya había dado suficientes muestras de su arrepentimiento (2ª Co.2:5-11)

Observamos entonces que, primero, los corintios cristianos se mostraban indiferentes frente al pecado. Pero cuando por fin se decidían a administrar la debida disciplina, resultaban ser igual de indiferentes en cuanto a la restauración del descarriado. Es así que Pablo tiene que instruirlos sobre cómo resolver todo el problema con equidad:

a) “¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros el que cometió tal acción?"
La cuestión no pasaba por desatar un gran escándalo para que todo el mundo se revolcara en los sórdidos detalles del caso. Tampoco se trataba de arremeter furiosamente contra el caído. Las Escrituras nos enseñan que la disciplina en la iglesia no es tarea de pendencieros sino de siervos espirituales, capaces de llegar a restaurar con espíritu de mansedumbre al que se enredó en el pecado.

El pasaje de arriba nos indica que los creyentes corintios, antes que nada, deberían haber tenido un sentimiento de pesar por lo ocurrido. Sin embargo, estaban “envanecidos”, (“Ya estáis saciados, ya estáis ricos. Sin nosotros reináis” Cap. 4:8) y con semejante presunción estaban desconociendo la proporción del problema.

Notemos aquí que ningún cristiano puede tratar con frivolidad un asunto semejante. El cristiano espiritual juzga con firmeza la cuestión del pecado, y al mismo tiempo se aflige, pero nunca se alegra, ante la caída de su hermano. David escribió de sus enemigos: “No se alegren de mí cuando mi pie resbale” (Sal.38:16) y los impíos acaso lo harían, pero, ¡Qué ingratitud y malicia revela quien celebra el tropiezo de su hermano, y se ocupa en despedazarlo con su lengua en lugar de procurar su restauración!

El paso siguiente, en la imposición de la disciplina correctiva, debía ser apartar al culpable para excluirlo de sus privilegios como miembro activo de la congregación:

b) En el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, reunidos vosotros…el tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús.

En la iglesia de Dios ninguna decisión debe ser tomada a la ligera. La asamblea cristiana en Corinto tenía que reunirse solemnemente en el Nombre del Señor Jesucristo para examinar todo lo referente al caso.
No se trataba de juzgar al culpable con el objeto de imponerle una sentencia penal, asunto definitivamente resuelto con el sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo en la cruz, sino, más bien, de juzgar su actitud y responsabilidad ante el pecado cometido.

Es cierto que el creyente no pierde su salvación, porque ha sido salvado y justificado eternamente en virtud de la sangre del Señor Jesucristo. “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración…” (Tito 3:5) pero no es menos cierto que cuando peca, y se permite seguir andando con las manos sucias y los pies contaminados, (en sentido espiritual) llega a perder el gozo de su salvación (Sal.51:12), sus privilegios como integrante activo de la congregación y, al final, preciosas recompensas en el Tribunal de Cristo. (1ª Co.9:27)
Felizmente, la plena restauración del creyente arrepentido, pese a la gravedad de su falta, aún es posible mediante la intervención de su Abogado y Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo, quien intercede ante el Padre por cada uno de sus redimidos.

Una vez que la iglesia evaluara el asunto, debía imponer al culpable la disciplina aconsejada, para despertarlo de su indiferencia frente a su perversión moral.

Sin embargo, ante el descuido inicial de la congregación, Pablo debió apelar a su autoridad apostólica para anticipar la determinación que la iglesia debía tomar como tal.

Obviamente, hoy nadie está investido de autoridad apostólica como para intervenir del mismo modo en los asuntos de una iglesia local. No obstante, las instrucciones impartidas a los corintios, inspiradas por el Espíritu Santo, sobre cómo proceder ante semejante caso, determinan los principios disciplinarios a los que cada iglesia debe conformarse.

Las instrucciones impartidas por el apóstol Pablo incluían, además de requerir que el hermano censurado fuera excluido de sus privilegios como integrante de la congregación, la entrega de éste a Satanás para destrucción de la carne.

Muchas especulaciones se han formulado a la hora de interpretar esta acción, y no me propongo agregar otras. No obstante, de algo podemos estar seguros: No se trataba de exponer al culpable a la perdición eterna, sino de hacerlo consciente de las consecuencias de su pecado deliberado.
Las Escrituras del Antiguo Testamento refieren que cuando los israelitas se apartaban de Dios haciendo lo malo, la disciplina divina consistía muchas veces en entregarlos a sus enemigos para que volvieran en sí. “Si pecaren contra ti (porque no hay hombre que no peque), y estuvieres airado contra ellos, y los entregares delante del enemigo, para que los cautive y lleve a tierra enemiga, sea lejos o cerca, y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren cautivos… y oraren… y dijeren: Pecamos, hemos hecho lo malo, hemos cometido iniquidad… perdonarás a tu pueblo… porque ellos son tu pueblo.” (1ª R.8:46-51)

La situación no es muy distinta en el contexto cristiano. Cuando un creyente deja de lado los preceptos de Dios, y se deja seducir por el mundo, adaptándose a su estilo libertino, forzosamente está resignando sus privilegios como cristiano, y se verá obligado a experimentar las consecuencias de subordinarse a su peor adversario, Satanás.

Cuando los israelitas peregrinaron por el desierto, con destino a la tierra prometida, tuvieron un vivo deseo de comer carne, y lloraron acordándose del pescado que comían de balde, es decir, gratis, en Egipto, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos. (Nm.11:4-5) No consideraron, en ese momento de descontento, que si volvían a Egipto obtendrían no sólo los frutos que tanto añoraban, sino la totalidad del producto resultante de su rebeldía contra Dios: congoja de espíritu y dura servidumbre (Ex,6:9) viviendo en la “casa de servidumbre” (Ex.13:3) y sometidos por la mano de Faraón, rey de Egipto. (Dt.7:8)

En la esfera cristiana, las consecuencias son análogas. Quien deja de deleitarse en el pan del cielo (Jn.6:32) y añora su antigua vida de pecado, volviéndose al mundo, será desarraigado del lugar de comunión cristiana, y convivirá con los que comen pan de maldad (Pr.4:17) siendo abrumado por la nefanda conducta de los malvados. (2ª P.2:7) hasta que vuelva en sí y regrese al Señor.

Así y todo, cuando nos referimos a la acción específica de “entrega a Satanás” debemos tener presente que nunca significó una medida disciplinaria de orden general, pues son puntuales los casos narrados en las Escrituras, y se refieren claramente a situaciones muy extremas, como ser: persistencia indefinida de alguien en el pecado de inmoralidad (1ª Co.5:1) o por alguna clase de blasfemia. (1ª Ti.1:20)

De algún modo, la entrega a Satanás implicaba que éste tuvo permiso para zarandear al creyente descarriado, para destrucción de la carne, aunque la Escritura confirma que el espíritu estaría a salvo en el día del Señor Jesús. No obstante, ninguna sanción es irreversible para quien recapacita y se vuelve a su Señor, pues la disciplina ejercida sobre un creyente no tiene otro propósito que su plena restauración.

A continuación, el apóstol Pablo pasa a exhortar a la iglesia por la postura displicente que había asumido frente al ofensor: “No es buena vuestra jactancia. ¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa?
Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura, como sois; porque vuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”
(1ª Co. 5:6-7)

La iglesia toda puede ser contaminada cuando consiente el libertinaje de un creyente. Quizá algunos hermanos de la iglesia en Corinto se jactaron de ser más fuertes que el creyente caído, pensando que eran inmunes a la contaminación, sin advertir que su actitud los colocaba en serios riegos. El mandato divino demanda que cada hijo de Dios se conserve puro (1ª Ti.5:22), y que su modo de vivir concuerde adecuadamente con la posición de santidad que goza en Cristo. “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir. (1ª P.1:14-15) No es casual aquí la mención de la pascua. La pascua evocaba la liberación de los israelitas de la muerte, por medio de la sangre del cordero. De modo semejante, la pascua del cristiano es Cristo, el cordero de Dios, que con su sacrificio ya consumado de una vez para siempre en la cruz, y el poder de su gloriosa resurrección, no sólo nos libró de la muerte eterna, sino que nos preserva del dominio del pecado.
Por lo tanto, el pecado consentido en la vida del creyente es absolutamente incompatible con la gloria a la que los cristianos hemos sido llamados.
Entonces, tal como la pascua llegó a ser una gozosa celebración para el pueblo judío, la pascua del cristiano, Cristo mismo, debe constituir una fiesta continua para alegrarnos con gozo inefable y glorioso. (1ª P.1:7)

Naturalmente, quien celebra su libertad en Cristo, debe hacerlo con sinceridad y verdad, pues no puede enarbolar la bandera de la libertad, y ser, a su vez, esclavo de los deseos pecaminosos.

Finalmente, Pablo advierte a los cristianos que debían evitar relacionarse con quienes, llamándose hermanos, se hubieran pervertido a causa de permitirse la práctica habitual de pecados escandalosos.

Sin minimizar la seriedad de ningún pecado, debemos observar aquí que estas medidas disciplinarias extremas no se refieren a cualquier tipo de yerro cometido ocasionalmente a causa de un descuido o tropiezo, seguido de real arrepentimiento, sino que aluden más bien a pecados escandalosos y específicos, deliberadamente incorporados como hábitos en quienes se dicen creyentes, pero niegan la eficacia de su fe a causa de su conducta desenfrenada.

Los perdidos en el mundo tienden a inclinarse naturalmente a la perversidad, y Dios a su tiempo los alcanzará inexorablemente con su justicia, pero es tarea indelegable de la iglesia local reprender y corregir a los creyentes admitidos en su seno, para que se conduzcan en santidad. “Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1ª Tes.4:7)
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#2
me gustaria que publicaran el estudio de primera de corintios capitulo siete habla sobre el matrimonio
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#3
Hola Francis:
En la voluntad del Señor paulatinamente seguiremos publicando la serie de Estudios sobre la 1ª Epístola a los Corintios.
No obstante, te sugiero consultar en la sección (o foro) dedicado a la "Familia", en este mismo sitio, donde encontrarás algunos temas sobre el matrimonio.
Un saludo fraternal!!
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#4
Me gustaria oir respuestas a el pasaje donde Pablo dice que: ...."no sea que habiendo sido heraldo para otros yo mismo venga a ser eliminado"....

Quisiera saber a q se refiere exactamente Pablo, es q no conozco bien el trasfondo historico del llibro ni del lugar.
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#5
Estimado Rivera:
El significado básico de "heraldo" es: "mensajero".
El vocablo se empleaba principalmente para designar a los encargados de publicar los mensajes, leyes u ordenanzas de un rey a sus súbditos. Dos cosas eran necesarias para evaluar la tarea de un heraldo:
1) Que fuera cuidadoso en anunciar exactamente el mensaje que se le había encomendado. El heraldo no era el "autor" del mensaje sino simplemente un mensajero que debía guardar fidelidad en lo que comunicaba por orden superior.
2) Que el heraldo realizara su tarea con presteza, sin demorarse en su misión, es decir que cuando recibía el mensaje debía difundirlo de modo inmediato sin dilaciones ni excusas.
Si el heraldo no cumplía al menos estas dos condiciones básicas, obviamente sería destituido, y su tarea asignada a otra persona.

Eso es lo que Pablo quiere decir. Él se considera un mensajero de Dios, y fue cuidadoso en comunicar exactamente el mensaje que había recibido, sin cambiar ni modificar su contenido. Pero tampoco quería ser negligente en su tarea. A veces estaría cansado, debilitado o desanimado, pero él ponía su cuerpo "en servidumbre", y no lo consideraba como su amo, para cumplir su misión contra viento y marea antes de correr el riesgo de ser eliminado o descalificado en su servicio.
Aquí es muy importante considerar que esto no se relaciona en lo más mínimo con la salvación. El creyente no pierde su salvación, porque la ha recibido por gracia, pero sí puede perder sus recompensas (premios, galardones) por no haber cumplido su servicio, o por no haberlo hecho con fidelidad.
Es como un atleta que, si no corre, o si lo hace sin respetar las reglas de la competencia, es descalificado y obviamente no podrá alcanzar el premio.

Un saludo fraternal.
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